30.1.09



Sales al parque Sara de rojo,
labios pasión número tres,
maniquí de piel.
Medias negras para Sara rosada,
pecosa ahogada en maquillaje,
mirada de rejilla.
Sara bipolar, Sara fracturada,
expectativa de una imagen hueca,
ahorcada en perlas.
Piropos bendicen a lo lejos
el diálogo de tacones y cemento
y te piensas andando por el parque,
Sara multicolor,
te sientas sobre tu libertad, cruzas las piernas
y esperas
a que llegue un príncipe
de cualquier color.


Ilustración: Nick Dewar

16.1.09

Devanecerse en colores

Su figura esquelética y su larga melena rubia tambaleaban por las alturas con cada golpe que la punta de su pie daba al suelo. Descansando sobre su cintura, sus brazos hacían, cada uno, un triángulo casi equilátero. Rania empezó a deshacer el acordeón de piel de su entrecejo cuando sonó la televisión de la cocina. Sus cejas se contornearon hacia abajo en consonancia con la mayor relajación de sus brazos y, sin decir nada, dio media vuelta y se fue con grandes pasos que crujían sobre el parqué. Clara y sus primos nunca podían beber en la salita por si se les caía algún tipo de líquido al suelo. “El parqué es tan caro...”, decía la tía Rania.

Odiaba tener que ir a Salamanca. Cuando salían de Valencia, Clara se arrodillaba en el asiento del coche y miraba por la luneta trasera hasta que su madre conductora le decía que no veía. Le gustaba ver cómo pasaban los demás coches, los portales, los semáforos; y cómo se juntaban unos con otros, formando una calle borrosa de muchísimos colores que la absorbían. Clara notaba cómo se iba deshaciendo a medida que el coche aceleraba. Sus manos comenzaban a fundirse y a escaparse por la ventana. Luego, desde la borrosidad de las calles, sus brazos estiraban del cuerpo restante hasta que ya no quedaba nada más de ella que ofrecer a su llegada a Salamanca. Llegaba sin sentido del espacio, sin encajar en ningún sitio. Seguía a la tía Rania por los pasillos sorteando la indiferencia a la que la sometía. Esa no era su casa. Ni su habitación. Ni su comida. Ni su televisión. Nada era suyo allí. Era un espacio indefinido en el que sólo tenía sentido sentarse a comer en la mesa y callar mientras su tía contaba cómo los inmigrantes ensuciaban los parques e intentaban timar a todos los honrados trabajadores de Salamanca.

14.1.09

Al fuego con el conocimiento

Ella no quería saber cómo se hacían las cosas, sino por qué. Esto puede resultar muy embarazoso. Se pregunta el porqué de una serie de cosas y se termina sintiéndose muy desdichado. (...) Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. (...) Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos “hechos” que se sientas abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o la Sociología para que empiecen a atar cabos.
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BRADBURY, Ray. Fahrenheit 451. Barcelona: Debolsillo, 2007.

4.1.09

Pale blue eyes



Escuchas las pausadas y frías notas electrónicas mientras notas cómo el frío las sobrepasa, y el aire llega a tu oído punzando todos los poros que se va encontrando por el camino. Ha llegado el invierno a tus fugaces viajes en bici. De la facultad a la recepción del hotel; de una de las habitaciones a casa de tu madre. A veces también pasas por tu piso. Pero sólo muy esporádicamente, cuando necesitas fijar los ojos en un punto y dejar que las ensoñaciones turben tu campo de visión. O, en su defecto, cuando necesitas devorar medio kilo de galletas en menos de cinco minutos sin que nadie se lleve las manos a la cabeza al verte.

En la recepción se ven demasiadas cosas. Te permite tener una concepción general de cuántos perfiles de personas hay. A veces piensas que te estás matando pretendiendo etiquetarlo todo. Pero es el precio que ha de pagar una escritora. “Necesito mis personajes, quiero decir eso de que ellos mismos se escriben en la novela, que viven por sí solos en una pequeña página de color carne”, clamas al lujoso techo del hotel.