A noviembre le siguieron más días fríos que no conseguían aplacar los ánimos. Pero llegaron las hipócritas vcaciones de Navidad y todo se vino abajo. En enero, los hall de las facultades volvían a lucir la desnudez que caracteriza a los edificios institucionales, fríos e impersonales. Los bancos, dispuestos en forma circular las noches asamblearias, enmudecían ahora paralelos y atornillados al suelo. La mesa de estudio no estaba, ni el sofá, ni la sandwichera. Las coloridas tiendas de campaña, por supuesto, tampoco. Los blogs se olvidaron, las comisiones fueron poco a poco quedándose sin habla, sin vida. A excepción de alguna suelta, las asambleas ya han dejado de existir. Aquello que las creó, las reuniones y decisiones, la multitud; ya no existe.
Por todas las respuestas que hemos dado, no sólo a un proceso de reforma universitaria adalid del secretismo, la mentira y el neoliberalismo; sino también a la estetización de los edificios universitarios, que por unos meses se llenaron de la vida cultural y social que ahora se quiere diluir, va el siguiente texto. Es un fragmento de La conquista del aire, de Belén Gopegui, quien, por si alguien anda despistado, fue denominada por Francisco Umbral como "la mejor novelista de su generación". Disfruten, pero no lloren.
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Entonces lo irracional, el envilecimiento, el bárbaro latido de las cosas, podía ser sólo un tema guardado dentro de un libro. No había peligro de que saltara fuera y si lo hacía ahí estaba, dispuesta a contenerlo y alejarlo, la multitud.
Santiago había formado parte de aquella multitud, y había tenido la impresión de que existía un relevo permanente: aún cuando tú dejaras de hacer algo, otro lo haría, igual que tú harías lo que otro hubiera dejado de hacer. Entonces era posible abandonar a ratos, pero nadie quería abandonar; había una guerra contra el sistema, pero era una guerra de charangas, fiestas, reuniones hablando de mezclas disparatadas, guerrilla y no-violencia, revolución y locura, y viajes al mar, y películas y acampadas junto al monte de Ocejón. Una guerra sin bajas. Una guerra sin pérdidas. Una guerra casi feliz: la vida no estaba en juego.
En cambio ahora sí lo estaba. Por eso se había dispersado la multitud. Ahora las cosas latían, bárbaras, envilecedoras, exultantes también. Cada decisión implicaba un sueldo posible o uno imposible, una casa o un apartamento, alquilar o comprar, compartir la vida con la persona adecuada o equivocarse, abrir la trayectoria o cerrarla, vencer o quedarse fuera, quedarse atrás. La multitud se había dispersado.