Estamos en un parque. En este preciso instante una mujer pasa con un vestido de flores escotado y holgado. Tiene varices en las piernas y la grasa de los brazos le cuelga mientras carga bolsas de la compra. Hace muchos años solía pasar con el mismo tipo de bolsas -tanto por el plástico como por el logotipo impreso- colgadas sabiamente en los dos carritos de sus hijos, conducidos paralelamente y con la ayuda de sólo dos manos. Para hacerlo todo de una vez, también solía pasear a los perros, previamente enseñados a seguir pacientemente el traqueteo de los carritos de bebé-supermercado.
Ahora todo eso ya pasó. Sus hijos crecieron, se fueron de viaje, se independizaron y se quedaron egoístamente toda esa parte de su vida dedicada íntegramente a su bienestar. En la televisión había escuchado, mientras comía unas albóndigas con tomate, que ahora las mujeres tenían muchos puestos de responsabilidad en trabajos de peso internacional. Ella nunca aspiró a nada así. Le ha bastado con reírse con las teleseries y tener a alguien que la quiera incondicionalmente.
En ese parque, como en todos, también hay un mendigo. Parece tener hornos tradicionales y mantas eléctricas en la cabeza mientras mira las piernas de la señora que pasa. Los cuarenta grados a la sombra no le desaniman. Ocupa un banco como riéndose de la homografía de la palabra y come patatas fritas de la marca blanca del supermercado. Según va masticando, las migas se le van quedando esparcidas por las greñas rubias y apelmazadas.
Un niño le mira. Tiene el pelo repeinado hacia un lado y apesta a colonia Nenuco pese a sus siete años. Parece salido de un campo de tenis cuyos propietarios necesitan poseer grandes espacios para entretenerse. Aun así, el niño no le juzga, sino que son todas esas frases las que le vienen solas a la cabeza: que los mendigos son unos vagos que no quieren trabajar, que además huelen mal y se drogan y que te roban para seguir drogándose. Atento, toma una distancia prudencial del especimen, que parece haberse quedado obnubilado con una paloma que come una patata del suelo.
En todos y cada uno de los ciudadanos que reposan sus cuerpos en este parque, independientemente de su posición, rictus o pensamientos, parece haber instrumentos tocando en las comisuras de sus labios. Como si compartieran algo, un ritmo que alguna vez les ha tocado en el mismo momento y de la misma forma.
Por la esquina de una de las paredes que rodean la plaza, sin que nadie se percate, se desprende una gota. Sale del ladrillo así, tímida, insignificante. De pronto, las veces por segundo que miles de personas teclean en el portátil, el paso acelerado de señoras con maletín, todos los acentos en los gritos, los orgasmos, los portazos, vatios de altavoces, todo el cristal roto e incluso cada masticación, cada pestañeo o cada estornudo, se juntan. Forman, ante la mirada atónita del mendigo, la maruja, el niño y la adolescente que pasaba absorta en la lectura de Nietszche, hélices de todos los pareceres y colores. Molinos de chatarra que suenan estrepitosamente como engranajes oxidados. Va creciendo la energía, surgen ondas que se convierten en agua y, en pocos segundos, una ola de dimensiones extraordinarias barre todo el escenario con la rapidez con la que se pasa la hoja de un libro. Rápido. Silencio: desolación. Un blanco sucio cubre la destrucción.
La espuma corona todas y cada una de sus cabezas. El niño, tras limpiarse los ojos con un despectivo movimiento de retirada de cortinas, mira hacia su mp4 para comprobar que la pantalla se ha encharcado. Grita, patalea los escombros, diluye preguntas con rabia. ¡Pues vaya puta mierda de fin del mundo!, protesta.
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Foto: Marc Delcan