Andrea sabía el idioma. Catalana de nacimiento, llevaba siete años viviendo en Holanda, con el plus de haber vivido otros cuantos con Steven, su novio neerlandés al que muchas veces se dirigía como Esteban. Sus conversaciones, bizarras donde las haya, solían desprender un batiburrillo de idiomas que las hacía extremadamente divertidas para la oyente.
-Amor -decía Steven con la inseguridad del extranjero que sólo aprende por asociación de palabras-, me pasas mis cigarros?
-¡Claro! Toma. Oye, do you remember the grunge guy we knew in ACU?
-Dankuwel. Yes, the tallest guy, en scheer.
-That. He called me, maybe they have a new house for us. Así que we´ll attend the kraakspreekuur next Dinsdag! -por alguna extraña razón, el fluído inglés que hablaba Andrea carecía de conectores, por lo que utilizaba los del castellano.
-Oh! Goed, goed!!
Vivían en su furgoneta, una vieja Wolkswagen verde tuneada por dentro con pelo sintético de leopardo y pósteres de Motorhead. Se la habían comprado a unos vecinos del padre de Steven sólo unos meses después de conocerse en Groningem. Él le dijo a ella: ¿querrías hacer un viaje conmigo? Y Andrea, con su pelo rapado por un lado y una de sus faldas-hechas-a-mano ultracortas que vendía en ferias y festivales, le contestó pagando su mitad del vehículo.
En F. Puppy, la casa okupa elegida para la reunión pre-squat action, se congregaron unas veinte personas aquel día. Cuantas más mejor, cuantos más seamos mejor, decía Andrea enérgica. No era la primera vez que lo hacía. Ya en Groningem había ayudado a okupar casas después de haber tenido una mala experiencia con el sistema anti-kraak, el que se preocupa de alquilar pisos inhabitados por rentas bajas para evitar la incursión okupa. Los derechos de los arrendatarios anti-kraak son menores incluso que los que pudiera tener un okupa, ya que muchas de las veces carecen de servicios básicos como calefacción o agua, no pueden modificar nada en el inmueble y su contrato puede rescindir de un día para otro sin repercusiones legales para el propietario.
Pero esta vez era distinto, esta vez la casa era para ellos. Es exactamente lo que queremos, un local de logopedia pequeñito, con espacio suficiente para nosotros dos, había dicho Andrea un poco antes en la furgoneta, de camino a F. Puppy. Qué bien, qué bien, mentía yo mientras pensaba en eso de las viviendas colectivas y acciones que poco tenían que ver con crear un hogar parejil al uso.
La cerradura cedió con facilidad. Todos se acomodaron en esquinas, alféizares y baldosas y esperaron. Las primeras horas, los primeros días, es mejor que haya mucha gente. Tras instalar un colchón y una silla, utensilios que, junto a la mesa que les ofrecía el lugar, son considerados por la “ley doméstica” como básicos para crear un hogar, llamaron a la policía. Ojalá tengáis suerte, les dijo uno de ellos al comprobar que todo estaba en orden. Pero, si bien los okupas en Holanda gozan de la posibilidad de tramitar burocráticamente una okupación, los propietarios también están informados de las soluciones que pueden tomar al respecto.
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A la mañana siguiente tocaron al timbre. Dos gorilas se presentaron: venimos de parte del propietario. Y, tras la consiguiente amenaza y chanchullo de papeles que demostraban que el bajo estaba alquilado, Andrea y Esteban tuvieron que abandonar cualquier expectativa de vivir en aquella antigua logopedia. A las pocas semanas, no sé si por necesidad o resignación, alquilaron un apartamento.