El acontecimiento no es lo que ocurre (accidente),
es en lo que ocurre lo expresado mismo que nos
hace seña y nos espera. (...) es lo que debe ser
comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe
ser representado en lo que ocurre.
G. Deleuze
Para que algo acontezca no basta un accidente,
no es suficiente un muerto,
ni dos, ni dos millones.
Un acontecimiento es un olor que espera
que alguien lo respire,
una herida que aguarda encarnarse,
el agua de un torrente
inundando los poros,
una mirada que cruza el aire
y encuentra a alquien que le hace señas
y en la seña, en ella, se reconoce.
Uno puede negarse al acontecimiento
y convertir su historia en un simple resumen
de lo ocurrido, pasos que no devienen cruce
y se apagan en vida, o se secan.
Uno puede negarse a saberse en el otro,
basta con acercarse a todo con un walkman
conectado a la carne,
enfundado el cerebro en aquella sustancia
impermeable que nos inmuniza,
basta con refugiarse en un desmayo a tiempo,
en el deseo de amar, u ocultarse
en la furia o en el número de una cuenta bancaria.
De hecho, lo más frecuente es
que llevemos cosida el alma a su forro
como los trajes nuevos sus bolsillos,
para evitar que se deformen
por el peso.
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Mejor no diga nada.
Sería inútil. Ya ha pasado.
Fue una chispa, un instante, Aconteció.
Yo acontecí en ese instante.
Puede que usted también lo hiciera.
Suele ocurrir con los poemas
terminan condensándose las formas
en nuestros ojos como el vaho
sobre un cristal helado;
las formas, con su herida.
Pues quien construye el texto
elige el tono, el escenario,
dispone perspectivas, inventa personajes,
propone sus encuentros, les dicta los impulsos,
pero la herida no, la herida nos precede,
no inventamos la herida, venimos
a ella y la reconocemos.
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