23.6.09

Jorge Tarch



Nunca había equiparado cantidad de obras leídas con reconocimiento de las suyas, puesto que, si lo hubiera hecho, tendría que haber dejado de leer probablemente durante toda su vida. Se decía a sí mismo que sería un mecanismo demasiado presuntuoso; como no comer nunca pan por no saber hacer la masa. Un día, al escuchar una conversación de una miembro de jurado de premios literarios, lo comprendió todo. Fue una tarde que decidió visitar, pese a su antipatía por el arte partidista, una exposición de carteles de Josep Renau. Jorge Tarch sintió una punzada cuando un hombre a sus espaldas dijo, poniendo como ejemplo los carteles del comunista valenciano, que se necesita una dictadura para que aflore la capacidad metafórica de los artistas.

Resguardado por su espalda, Jorge frunció el ceño para pensar debidamente que esa persona debía vivir en la nada, la no existencia, con los pies pegados al techo y alimentándose de latas. ¿Cómo podía asegurar que hoy en día no había creatividad? Sobre todo, ¿es que no sabía que Renau fue cartelista de la república y que prolongó su exilio desde el principio hasta el final del franquismo? ¿Para qué iba a una exposición si ni siquiera leía las letras grandes que la introducían? Ya estaba a punto de girarse para entablar un ávido debate -en el cual se presuponía a él como claro ganador- cuando se percató de que la conversación había llegado a cauces que le interesaban. La acompañante del hombre había relevado su comentario con otro que, si no le daba la razón, seguía la conversación sin contradecirlo:

-Sin censura parece que se está consiguiendo el mismo efecto que en una dictadura. Las obras son cada vez más homogéneas, no hay imaginación para crear nuevas tramas. Yo lo noté mucho cuando participé en aquellos premios de literatura juvenil.

-¿Los de tu pueblo?

-Sí. Todos hablaban de lo mismo, y se notaba muchísimo qué relato era de chica y cuál de chico: las primeras hablaban de amor, las típicas historias cursis. Los segundos escribían sobre robos, asesinatos, luchas... Pero todos coincidían en algo: siempre había una muerte de por medio, como si sin muertes los textos no tuvieran la más mínima importancia.

-Bueno, pero no puedes generalizar una tendencia que has observado en relatos que manda una porción de asiduos a la literatura. Los grandes novelistas intentan salir de los tópicos.

-Los tópicos, si no fueran generales, no existirían. Lo que quiero decir es que nadie escapa a ellos. Si bien porque los utilizan, si bien porque intentan alejarse de ellos, los tópicos siempre son el epicentro de la literatura, son “el lugar común”.

-Pero entonces nunca ha existido creatividad, porque siempre han existido tópicos y cánones que seguir o de los que escapar. ¿Cuál ha sido entonces el mecanismo que ha hecho posible que se pase de la literatura grecolatina al romanticismo?

-Creo que me has entendido mal. Yo no digo que el lugar común sea perjudicial para que el arte evolucione, ¿por qué si no para aprender a pintar hay que aprender primero todas las técnicas antiguas y modernas? Lo que yo temo es que el tópico común y general a todos se generalice, que sólo exista el tópico y no su contrario.

La mujer hablaba muy rápido, como si el tiempo de respuesta estuviera cronometrado o el espacio aéreo para exhalar las palabras fuese prestado. Jorge dirigió un “gilipollas” con la mirada al hombre de los “grandes novelistas”, que no se percató, y pensó que posiblemente ninguno de los dos había leido las obras correctas para apreciar la creatividad contemporánea. Se dejaban, además, el elemento “mercado”, guía considerable de los tópicos a seguir por los novelistas del momento. No hay duda de que existe creatividad, concluyó, puesto que nunca han dejado de existir esquizofrénicos con un pensamiento altamente metafórico.

Sus pasos dejaron de seguir a la pareja y se dirigieron a la salida. La conversación se había desarrollado de una forma interesante, pero a Jorge ya no le importaba la conclusión a la que llegaran. Él ya había deducido una cosa mucho más interesante: a la miembro de un jurado de premios literarios le interesaba el contenido y no la forma de lo que leía. Jorge Tarch dedicaba todas sus horas a elaborar un lenguaje transparente con unos párrafos en su justa medida. ¿No es eso lo que todo lector ansía? Los más reconocidos no son los mejores, que se lo digan a Fante, se dijo en un alarde plañidero. El proceso, pensó, es el mismo que el de las grandes editoriales.

Él mismo había intentado, sin éxito, que varias editoriales se fijaran en él como corrector ortográfico mandando periódicamente una enumeración de las erratas y errores que iba encontrado en los últimos títulos. Pretendía que fuera como un aviso para los editores: “tus correctores no lo hacen bien, contrátame a mí”, parafraseaba imaginariamente. Estaba completamente convencido de que las grandes editoriales harían excepciones metodológicas por un cliente que trabajaba para ellos gratuitamente. Así que, después de haber corregido veinte libros de Seix Barral y quince de Tusquets, decidió centrarse en editoriales más pequeñas y especializadas, con el consiguiente fracaso en lo que a obtención de puestos de trabajo se refiere. A veces Jorge Tarch no dominaba la perspectiva, y se convertía en un niño que desde su ventana ve tres o cuatro del edificio de enfrente y cree que donde él vive es mucho más grande.