29.7.10

nuestro tiempo

En mil novecientos ochenta y siempre

todavía se moría de amor

y eso

que la muerte tiene límites,

enfermeras, asilos, aloe vera. Drogas:

ese cuento de hadas, la eutanasia

que se traga y se salta en la arena

aunque el mar no pare para ser mirado,

aunque los demonios escupan el café

de los viernes por la tarde y el matrimonio

no preceda a la separación,

yo me pregunto

qué habrá ahí abajo que atrae en picado en mil

novecientos ochenta y siempre, mientras vemos

morir el amor.

20.7.10

Trato


Estamos en un parque. En este preciso instante una mujer pasa con un vestido de flores escotado y holgado. Tiene varices en las piernas y la grasa de los brazos le cuelga mientras carga bolsas de la compra. Hace muchos años solía pasar con el mismo tipo de bolsas -tanto por el plástico como por el logotipo impreso- colgadas sabiamente en los dos carritos de sus hijos, conducidos paralelamente y con la ayuda de sólo dos manos. Para hacerlo todo de una vez, también solía pasear a los perros, previamente enseñados a seguir pacientemente el traqueteo de los carritos de bebé-supermercado.

Ahora todo eso ya pasó. Sus hijos crecieron, se fueron de viaje, se independizaron y se quedaron egoístamente toda esa parte de su vida dedicada íntegramente a su bienestar. En la televisión había escuchado, mientras comía unas albóndigas con tomate, que ahora las mujeres tenían muchos puestos de responsabilidad en trabajos de peso internacional. Ella nunca aspiró a nada así. Le ha bastado con reírse con las teleseries y tener a alguien que la quiera incondicionalmente.

En ese parque, como en todos, también hay un mendigo. Parece tener hornos tradicionales y mantas eléctricas en la cabeza mientras mira las piernas de la señora que pasa. Los cuarenta grados a la sombra no le desaniman. Ocupa un banco como riéndose de la homografía de la palabra y come patatas fritas de la marca blanca del supermercado. Según va masticando, las migas se le van quedando esparcidas por las greñas rubias y apelmazadas.

Un niño le mira. Tiene el pelo repeinado hacia un lado y apesta a colonia Nenuco pese a sus siete años. Parece salido de un campo de tenis cuyos propietarios necesitan poseer grandes espacios para entretenerse. Aun así, el niño no le juzga, sino que son todas esas frases las que le vienen solas a la cabeza: que los mendigos son unos vagos que no quieren trabajar, que además huelen mal y se drogan y que te roban para seguir drogándose. Atento, toma una distancia prudencial del especimen, que parece haberse quedado obnubilado con una paloma que come una patata del suelo.

En todos y cada uno de los ciudadanos que reposan sus cuerpos en este parque, independientemente de su posición, rictus o pensamientos, parece haber instrumentos tocando en las comisuras de sus labios. Como si compartieran algo, un ritmo que alguna vez les ha tocado en el mismo momento y de la misma forma.

Por la esquina de una de las paredes que rodean la plaza, sin que nadie se percate, se desprende una gota. Sale del ladrillo así, tímida, insignificante. De pronto, las veces por segundo que miles de personas teclean en el portátil, el paso acelerado de señoras con maletín, todos los acentos en los gritos, los orgasmos, los portazos, vatios de altavoces, todo el cristal roto e incluso cada masticación, cada pestañeo o cada estornudo, se juntan. Forman, ante la mirada atónita del mendigo, la maruja, el niño y la adolescente que pasaba absorta en la lectura de Nietszche, hélices de todos los pareceres y colores. Molinos de chatarra que suenan estrepitosamente como engranajes oxidados. Va creciendo la energía, surgen ondas que se convierten en agua y, en pocos segundos, una ola de dimensiones extraordinarias barre todo el escenario con la rapidez con la que se pasa la hoja de un libro. Rápido. Silencio: desolación. Un blanco sucio cubre la destrucción.

La espuma corona todas y cada una de sus cabezas. El niño, tras limpiarse los ojos con un despectivo movimiento de retirada de cortinas, mira hacia su mp4 para comprobar que la pantalla se ha encharcado. Grita, patalea los escombros, diluye preguntas con rabia. ¡Pues vaya puta mierda de fin del mundo!, protesta.
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Foto: Marc Delcan

19.7.10


ya viene la impertinencia del no,
de las letras a moratones compitiendo
con el motor a propulsión de las norias

como si nada más hiciera daño
como si todo esto fuera poesía
y encima necesitáramos tinta en las venas para hablar.


Foto: Bonnie

12.7.10

La cara



Mi cara. Todas las mañanas me asusta en el espejo del ascensor, bajo la luz blanda de esos focos sin contemplaciones. Nunca la termino de conocer.
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Hoy mi cara tiene algo de claxon patriótico, con varios bocinazos pegados por los tímpanos tras pasar una noche escuchando los alaridos de placer, respirando la pólvora de la victoria que mi cuerpo repelía una y otra vez. Quiero dormir, dejadme en paz. ¿Un equipo, un sueño? Yo también quiero cumplir sueños con su sueldo.

También mi cara tiene algo de Verano; con manchas de sol, con marcas de mis uñas o de esos pequeños vampiros a los que no se les dedican películas de amor. Una cara-encimera reluciente, aunque con salpicaduras de aceite hirviendo tan profundas que no se ven.

Cara-paisaje parecida a un escritorio de ordenador abarrotado de .txt, .odt o .pdf vacíos, escritos justo en el lugar que existe entre las teclas y la disposición de mis dedos: aire. Aire que siguió la corriente y vació el significado de las palabras. Y luego... eso, se remueven, removed, se suprimen. A saber dónde andan ahora los archivos originales.

Y también veo una cara-plano de cejas arqueadas y ojos viajeros que os han visto crecer, cara experiencia que pilló lo que era la incoherencia gracias a las putas y los yonquis; quienes, por cierto, apenas la miraron para explicárselo. Y cara-cara, como si el espejo me enseñara cómo era ayer y también lo mucho que he cambiado hoy. Pero no, Alicia no podrá atravesar el espejo.

Todas esas caras serán la mía mañana, mientras cante I feel good con Luciana, la niña que juega sola en el patio, de las que las demás huyen y que llora por no tener amigas. Coinciden las expertas en que es su culpa, pero yo no me lo creo. Lleva siempre una gorra-turbante amarilla y come bocadillo de salchichón en los recreos. Está gorda y me abraza por las mañanas y me recuerda a mí cuando era pequeña. Qué culpa va a tener ella de ser medio argentina y ser tan bocazas, decidida y mandona, qué culpa, si alguien le dijo que así se conseguían las cosas. Hoy todos visten de rojo en El Raval y nadie señala ni habla de incoherencia. Bailaré I feel good con ella a las puras ocho de la mañana mientras todos los demás duerman con Games Sesamo. Y luego, que nos miren a la cara si quieren decirnos algo.
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Collage: Barbara Kruger

9.7.10

Preciosa fragilidad



Escribo desde aquí, como mujer poco seductora pero ambiciosa, atraída por el dinero que gano yo misma, atraída por el poder de hacer y de rechazar, atraída por la ciudad más que por el interior, siempre excitada por las expeciencias e incapaz de contentarme con la narración que otros me harán de ellas.


Teoría King Kong, V. Despentes