Hacía frío, cómo no. Pero tenía que salir, debía celebrar que, ahora sí, tras la pérdida de su pasaporte y sin números que apalabraran su existencia, era totalmente transparente. Incluso podía afirmar, casi con total seguridad, que su bicicleta también lo era. Pensó en bajar al metro, pero qué va. Hacía tiempo que estaba inundado, inservible. De hecho, ella hacía su vida en la ciudad, antaño sede de la clase poderosa intelectual, ahora lugar poroso donde la gente de las profundidades vivía e incluso había conseguido leyes que avalaran su modo de vida. Esa era una de las cosas que la hacía sentirse entre el paraíso y el infierno, en un lugar neutro donde los católicos reverentes pueden pasearse por una sutil calle donde las prostitutas, desde sus escaparates, intentan enseñarles lo mejor de la ciudad. A veces incluso se sentía un poco voyeur si alteraba su posición neutral subiéndose a la Domtoren, la torre más alta de la ciudad, y viendo a todos esos comerciantes, amantes y estudiantes encadenándose unos con otros como si de un trabalenguas humano se tratara. Pero eso pasaba poco.
Pisar hojas mojadas, recorrer el pasillo flanqueado por árboles amarillos, alegres en otoño pero no de noche: oscurecía y el suelo agrietado por las raíces de los árboles parecía bañado en tinta negra. No había nada de poesía en todo aquello y entonces era cuando más le gustaba conducir la bici y sumergirse en la mecánica del pedaleo. Podía recordar a aquel altísimo melenas, un grunge desaliñado con acento neerlandés que se relamía diciendo “that´s a piece of cake” tras haber roto la cerradura de una casa. Podía incluso reconocer sus ojeras entre toda esa gente que le venía a la mente mientras pedaleaba a lo largo del canal. Mismas ojeras, distinta pupila. Poco a poco llegaba al destino.
La mujer, de unos cuarenta años, estaba tumbada en una cama empotrada a lo largo del espacio que dejaba un ausente asiento de copiloto y la parte de atrás del coche. Era muy corriente entre las gente de las profundidades modificar coches, casas, bicis y demás materia y convertirlos en algo pomposo y útil a la vez. Ella siempre solía ir allí cuando necesitaba algo, ya fuera droga o una cubertería. Era una especie de mercadillo sin puestos fijos, donde cualquiera podía ir a vender lo que ya no necesitaba. La mujer en concreto vestía siempre los mismos bombachos y la misma camiseta, como si hubiese sido plastificada con ella. Lo cual, todo hay que decirlo, no era muy higiénico.
¿Qué hay querida? -la espuma de cerveza saltaba desde su boca como esputos.
Venía a por otro bote de pintura, creo que con uno no es suficiente.
Yo creo que lo es -decía mientras se levantaba de la cama improvisada y entornaba los ojos examinando su cara-, creo has cubierto todos y cada uno de tus poros, nena.
Pero todavía me siento desnuda, me sonrojo y me da la risa floja cuando hablan conmigo. No me ayuda mucho a integrarme -bajó la cabeza mirando al suelo, avergonzada.
¡Ja! -exhaló con un tono ofendido mientras espolsaba ceniza que había caído en su pantalón-, ¿qué esperabas que fuera? ¿Fácil? Esto no es turismo, chica, no se trata de visitar tres lugares importantes y creer que ya lo sabes todo sobre la ciudad. Las profundidades exigen muchas más paciencia y dedicación.
Ya lo sé, por eso te pido otro bote...
Está bien, toma, puedes probar a ponerte mil capas. ¿Qué color quieres hoy? ¿Vas a seguir con el verde?
Eso creo, sí.
Salió casi corriendo de allí, fugándose de ese ambiente que hubiera definido como casi en estado de putrefacción. Le dolía, pero todo lo que la mujer le había dicho era verdad. ¿Qué esperaba? ¿Llegar y ser santificada? Se acordó del húngaro, el tipo que conoció en ese mismo mercadillo y le animó a seguir adelante, a visitar los sitios donde ellos se solían reunir. Tomaba café descremado y ese detalle hacía que ella se sintiera más cercana a él, porque era como si las cosas pequeñas no tuvieran ninguna importancia para las demás gentes. Pensó en ir a verle, en enseñarle su sonrisa casi metálica a causa la pintura. Pero decidió que no, que se iba a casa. Su cara chorreaba verde, tenía tanta pintura que temía no poder quitársela cuando llegara.
El suelo de su habitación parecía asfalto mojado, y todas las paredes se reflejaban en él, como si estuvieran cayendo y engulléndola poco a poco. Fue directa a la cama, intentando esquivar el vaho que salía de su boca y anunciaba, como un micrófono, que la calefacción estaba rota. Bufanda, dos pares de calcetines, un somnoliento bostezo y a dormir. Su habitación era una isla, de eso no cabía duda. Y para salir de ella, un nuevo bote de pintura verde la esperaba justo enfrente de la puerta.
2 comentarios:
Vaya, genial verte escribir otra vez.
admás, muy chulo!
dicen que un "escritor" suele ser un desarraigado... quien sabe?
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