20.4.08

Anticuarios de madrugada

Peló una manzana, partió unos trozos de queso y se sentó en la incómoda silla de madera. Comía compulsivamente para evitar tragarse la lana que se agolpaba a la entrada de sus labios (las ovejas se auto-esquilaban cuando se aburrían y lo dejaban todo perdido).

Espacio. Intentaba recuperar espacio abríendo los ojos más y más, pero sólo era capaz de ver lana amontonada hasta las esquinas superiores de la habitación. Algunas bolas, borrachas de leche que había ordeñado por la mañana, se pegaban a la pared como si fueran papel de decoración. Entonces todo se empañaba de un blanco sucio.

En ese lugar se asfixiaba.

Sin embargo, no podía irse. He llegado aquí por algo –agarraba un trozo de queso frunciendo el ceño. ¡No me iré hasta que sepa, al menos, lo que busco! Imaginaba sus descuidadas manos rompiendo de un puñetazo la mesa de anticuario sobre la que se apoyaba, pero lo cierto es que ni apartaba la vista del punto más oscuro de la casa. Sólo subía la mirada para volar por las escaleras y verse tirada en la cama, surcando las sábanas con un regalo no cristiano entre sus piernas.

No quería más comida. Cuidando de que las tablas de madera no crujieran con sus pasos, salió fuera de la casa. En realidad no le gustaba llamar “casa” a ese habitáculo con tejado y buhardilla. De hecho, una de las principales partes de una casa -el baño- se encontraba aislada de todo ese cúmulo de madera vieja. Puesto que la granja, el almacén y la ladera de la montaña también habían pasado a formar parte de su vida cotidiana, podía ampliar el concepto de “casa” a todas esas cuatro hectáreas de terreno.

Así que ahí estaba. Escapando de todos los desechos que produce la urbe y, al mismo tiempo, amándolos. Lamiendo las cortezas de los árboles y creyendo que, después, podría escribir sobre ellas. No sé cuál es mi lugar ni dónde buscarlo –lo repetía tan a menudo que las palabras salían de su boca como una oración en busca de un pedestal en el que sellarse con pan de oro.

Se sentó en las hojas secas de otoño –lo único que atisbaba- e intentó descifrar la oscuridad que le rodeaba. Fue deslizándose cada vez más hasta tumbarse sobre la tierra y, finalmente, se durmió.

“Con luz será otro día”, se pudo leer a la mañana siguiente sobre las hojas quebradas que habían sido su almohada.

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