21.6.10

otra vez Helena

I


Retumba el suelo. La vecina de abajo anda y Helena siente sus pasos a través del suelo de su comedor, ahogados por la moqueta. Seguramente ha llegado ahora de alguna fiesta. Tras un suspiro autocomplaciente, llena otra copa. Es el vino más barato que había encontrado esa tarde en el supermercado, el Estrella Rosado.

Para servirlo se levanta y, con la espalda muy recta, dobla su cuerpo por la cintura, justo donde su brazo izquierdo descansa. Ahora ya es toda una camarera profesional sirviendo el mejor de los vinos que pueden existir en una cata de sommeliers que ella y su camisón rojo representan. Aunque ella no escupirá el vino. No. Le gusta jugar con la antítesis del valor y el coste del producto, y ese vino de dos euros tiene mucho valor para ella. Desde el momento en que lo bebe sola, cualquier vino es tan especial como para considerar que escupirlo sería una ofensa. Hay que tragárselo, dejar que el cuerpo se alimente con él como quien se unta oro como tratamiento estético.

En la mesa, los llamativos colores de una Visa Compras, un libro rosa fucsia de Álvaro Pombo y una cajita verde fosforescente de Lucky Strike donde guarda la droga se hacen la competencia. Pero sin duda lo que más brilla es la pantalla del portátil.

La ventana está abierta y Helena se siente arropada por el infinito paisaje nocturno espolvoreado de luces trasnochadoras. Sabe que probablemente alguien se ha detenido, aunque sólo sea dos segundos, a resolver el escenario en el que se encuentra. Su silla, la estantería de enfrente de la mesa y un sofá del que disimuló su corrosión con un cubre de ganchillo que le regaló su madre hacía años son los únicos elementos en su diáfano salón. No hay cuadros ni figuras: como única decoración, un reloj colgado en la parte de arriba del mueble-bar que conecta el salón con la cocina mueve el silencio.

Helena es consciente de que está siendo observada y le gusta la sensación. Siempre le ha gustado. Incluso ahora, a sus cuarenta y dos años, sigue tildando de inocente el exhibicionismo que practica.

A los trece tuvo su primera experiencia. Fue una noche que estaba sola en casa. Desde su habitación podía ver las casas iluminadas del edificio de enfrente y se sintió impulsada a regalar una visión fortuita: simuló que un cuaderno se le caía y se agachó de espaldas a la ventana, prediciendo que la camiseta larga que llevaba se levantaría hasta la altura de la rabadilla. Después, lentamente, se giró para ver si su plan había atraído a algún mirón en potencia. En efecto: el vecino de enfrente se encontraba en su ventana, haciendo como si ordenara unos papeles mientras miraba por el rabillo del ojo. Helena lo sabía porque ya le había pillado más de una vez escudriñando, aprovechando el poco espacio que el pasaje de la calle dejaba entre ambas fincas.

La niña se acercó a la ventana y miró descaradamente hasta conseguir que el hombre, de unos treinta años, se diera por vencido y dejara de lado cualquier convencionalismo. Entonces se quitó la camiseta, quedándose en bragas con una determinación pasmosa. Con el tiempo mejoraría en sensualidad. El vecino se acercó más a la ventana e incluso la abrió para sacar la cabeza buscando ese sentimiento lejano de posesión que se tiene con la proximidad, como quien se acerca al mostrador del dependiente mientras hace cola creyendo que así tardará menos en ser atendido.

Helena comenzó a acariciar su piel desde el cuello hasta llegar a la vagina. No había un atisbo de humor en la situación sino una dulce agresividad que revivía algo ya existente dentro de su pequeño cuerpo: algo visceral, caótico y erótico, pero definitivamente algo suyo y de lo que ella era la única protagonista. Se sentía un desnudo griego, un cuerpo cosificado y deseado del que no escapaba ningún rictus, ningún sentimiento. Era una vía, su cuerpo era la vía sexual para que ella, desde sus entrañas, sintiera su propia sensualidad. Ésta sí, única e intransferible. Mucho mejor que ver los videos codificados de Canal +.

En ese momento de descubrimiento se abrió la puerta de su cuarto. La joven se giró bruscamente. Un segundo fue suficiente para que la Helena niña fuera consciente del panorama. Se agachó, casi en caída, para encontrar su camiseta tirada en el suelo. No había contado con la posibilidad de ser descubierta. Sintió como si una tonelada de acero al rojo vivo hubiera caído sobre ella. Su madre, tras aventurar un qué haces, avanzó con nerviosismo desde la puerta a la altura de su Hija Desnudo y entonces comprendió lo que estaba ocurriendo. El vecino huyó de inmediato al ver la cara alarmada de la mujer, quien dejó escapar un ¡aahhhh! seco mientras su bolso se caía. Tras mirarla con ojos llorosos, como si acabara de descubrir al mismo diablo en un cuerpo de doce años, salió del cuarto dejando a Helena, ahora sí, desnuda y avergonzada.

Después de pensar durante un rato alguna excusa que minimizara las claras pretensiones de la imagen que su madre había visto, Helena se dirigió al salón arrastrando los pies y con un tambor por corazón. En el sofá, su madre lloraba con la cabeza agachada y los dedos pulgar e índice derechos apretando fuertemente los ojos. La niña se sentó a su lado y miró al frente abstrayéndose en el gotelé de la pared.

- Qué he hecho mal, dime, qué es lo que he hecho mal -la voz de la madre, dramática y angustiada, sonaba entrecortada por pequeñas y violentas aspiraciones de aire.

- Mamá... lo siento -Helena Culpable, la Helena avergonzada, no había encontrado ninguna excusa que no pareciera un intento de tomar el pelo a su progenitora-. Lo que más siento es haberte decepcionado -dijo con dificultad para después subir las piernas al sofá y esconder la cabeza entre sus pequeñas rodillas.

Se quedaron en silencio, ambas llorando. Un sentimiento cristiano de suciedad se respiraba en el aire y atropellaba cualquier otro pensamiento en sus cabezas. Helena no podría volver a mirarle a los ojos. Qué difícil sería ahora comer juntas o ver en las películas de la tele las “escenas escabrosas”, como decía su madre justo antes de cambiar el canal. Ahora sabría que ella disfrutaba con esas escenas. Incluso le quitaría la televisión de su cuarto para que no tuviera la tentación de ver por las noches canales locales que, previamente desprendidos del sonido, mostraban videos de negras penetradas por hombres musculosos con antifaz. Mejor. Helena Impúdica tenía que purificarse para volver a mirar con dignidad a su madre. Helena Guarra no podía sentir ese cosquilleo en la barriga al ver todas esas cosas sucias. Helena Indecente tenía que protestar cuando se sentía seguida por la mirada del vecino. Debía volver a ser inocente y pura. Por su madre. Por ella.

- Bueno, vamos a hacer una cosa -concedió Madre Piadosa sonándose los mocos-. Esto va a quedar entre nosotras y lo vamos a olvidar. No vamos a volver a hablar de ello nunca más. Lo vamos a olvidar y haremos como si no hubiera pasada nada, ¿vale? -la reputación de ambas estaría de esta manera protegida-. Como pille a ese cabrón...

- Vale -cerró Helena Perdonada con un hilillo de voz-. Gracias, mamá... -dijo en su susurro casi imperceptible.

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