5.4.09

Quizá fuera por esa ola de hippismo revolucionario que expandía por la habitación la música de Manu Chao. O puede que, precisamente debido a que no hubiera nadie en casa, los vacíos se podían llenar de música y alocadas ideas. Qué narices, hoy había ido mucho más rápido que otros días, quizá incluso más de lo que se podía permitir con ese viejo Ford.

El caso es que vislumbró un viaje rodeado de toda suerte de artilugios que faciliciban su dinánima de planificación anarquista y tenían en común, casualidad, un mismo color: una tienda de campaña roja, sus mofletes rojos de tanto mordisco, el sol rojo vespertino. Se vio durmiendo dentro de la tienda, pero esta vez sin necesidad de amontonar edredones y esterillas prestadas, ya que la arena fina servía de colchón a sus atípicas noches a ras de mar. Las duchas eran, si cabe, el elemento más carismático de todo el conjunto: debían ganarse la confianza de toda la gente que esperaba sobre esas tablas de madera para, un vez utilizaran el champú y el gel tal y como hacían en sus casas, no se escandalizaran. No se preocupaban por la confianza de la gente del bar cuyo baño les servía para acicalarse por la mañana, ya que, pensaban, para eso pagamos el desyuno.

Pensó en recorrer la costa mediterránea haciendo autostop y pernoctando en las playas. Quizá fuera por los tonos de música revolucionaria, pero sólo quería que él lo entendiera enseguida, que leyera su mente, que le dijera: sí, o que discutiera los elementos más banales de su planificación anarquista, como qué libros llevar o si sería conveniente coger un saco sabiendo que por las mañanas iban a despertarse con un baño en el mar. Quería compartir con él lo que no podría compartir con ninguna otra persona: libertad.

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