22.9.10

Dialogando con Wolfe




"(...) y a pesar de la pintura es como si cuarenta borrachos se hubieran arrastrado entre las sombras y hubieran muerto y se hubieran puesto negros y hubieran explotado y lanzado una miríada de espiroquetas que hubieran quedado incrustadas en cada madero, en cada listón, cada grieta, cada astilla, cada desconchón de pintura”.

La pintura sólo cubre. No destruye. La pintura es útil momentáneamente. La pintura no soluciona nada.

(Su habitación era una isla, de eso no cabía duda. Y para salir de ella, un nuevo bote de pintura verde la esperaba justo enfrente de la puerta).

Compartíamos el espacio, nuestras paredes vírgenes de graffitis y la apariencia del hogar, pero esa experiencia crecía fragmentada dentro cada uno. Estábamos aislados, cada uno en su pequeña isla, narrando nuestra propia historia; lo que en mí conducía inevitablemente al aislamiento. En ese cuarto rojo con la mesa baja de madera yo vivía, menos cuando tenía que alimentarme y entonces iba a la cocina, me preparaba un bocata de queso robado (sabía mejor) y volvía a mi habitación con el pan dorado por la sandwichera. Me sentaba en el colchón hinchable, apoyaba los codos en la madera maciza y miraba a la pantalla del portátil, inmóvil pero enérgica como la sabiduría, y la vida, te lo juro, me rebotaba en el ojo. En ese momento, por muy triste que resulte decirlo, Internet era mi compañero vital. Llenaba mis días. Me daba música, películas, telediarios, series. Y yo era la Harold de Twin Peaks. Twin Peaks era mi cuarto de treinta metros cuadrados, donde intervenían esporádicamente un agente que ponía en práctica la ley mediante técnicas oníricas, una femme fatale asiática atraída por los pantalones ajustados, un tronco-niño que revela pistas a su intérprete, un malísimo rico enamoradizo y tonto e incluso una joven de doble vida que yacía muerta en la orilla. En la orilla de mi habitación. Y yo era Harold, aislada en mi casa, rodeada de libros que no hacían más que reafirmarme en mi escepticismo frente al género humano: “Hay cosas que no se pueden encontrar en ninguna parte, pero creemos que las podemos encontrar en personas”. La joven muerta asiente conmigo mientras subo el volumen del portátil. Mi habitación colinda con la cocina, ha venido gente a cenar y han puesto música. Minor Thread. Entonces la pared retumba como si la casa estuviera latiendo.


"Montañesa es una chica alta, grande y guapa, de pelo castaño oscuro que le cae hasta los hombros; los dos tercios finales parecen una brocha untada de pintura amarillo cadmio (secuela de cuando se lo tiñó de rubio en México)".

Y yo quería tener algo gordo detrás, huir de algún buen marrón que incluyera escaparates rotos, violencia contra El Capital o, por qué no, drogas duras. Pero no. Yo simplemente venía de una vida fácil aderezada con cocidos de mi madre y pequeñas revoluciones que acababan cuando los barrenderos limpiaban las calles llenas de panfletos. Además, tenía un ordinario pelo largo y una bufanda rosa que no decían nada bizarro de mí. Recórcholis, si es que nadie dejó que me explicara. No puedes aprender de lo que te rodea cuando tus sentidos están esposados a la espalda.


"Siento que estoy experimentando algo que el mundo exterior, el mundo del que provengo,no podría comprender, y es una metáfora -la escena toda- muy antigua y vasta, mucho más vasta que...".

Aham.



"Y llega Paul Foster. Foster, según se me informa, es una especie de genio loco; un genio de las computadoras a quien compañías tales como Techiniflex, Digitron, Solartex o Automaton persiguen para ofrecerle montones de dinero para que les haga tal o cual cosa... Si es un genio o no, no sabría decirlo. Lo que sí tiene, sin lugar a dudas, es pinta de loco".

Subí las escaleras, con la mirada siempre fija en la cálida luz que producían dos bombillas colocadas en el interior de un largo tubo de plástico que colgaba junto a la barandilla. De la cocina surgían voces, había mucha gente. Era el cumpleaños de Mayra y, aunque sólo llevaba dos días en La Casa, había montado una gran cena invitando a mucha gente desconocida para mí. Eso era vivir en una casa okupa, tener siempre gente en el salón, me dije.

Afortunadamente, no me fue difícil encontrar un pequeño sitio en el rincón de la mesa para disfrutar de la sopa caliente. También encontré conversación. Un tal Harry, tras descubrir yo la piedra angular de sus conversaciones -la informática-, me entretuvo describiendo, incomprensiblemente para mí, cómo programar las websites de los catálogos de bibliotecas.

Mientras asentía con la cabeza, disimulando mi ignorancia de la forma más sutil que podía, diseccionaba sus gestos y miraba esos ojos entornados por la sonrisa, enmarcados en gafas y rastas rubias, y de repente tuve dos mil años y supe que le gustaba. La locura que descubriría después, sin embargo, se escapó por algunos intervalos de tiempo, entre sorbo y sorbo de sopa.


"Se cepilla los dientes después de cada comida pese a que viven en este garaje, como gitanos, pese a que viven sin agua caliente, sin retrete, sin camas, que duermen en un par de colchones en los que la suciedad, el polvo, las humedades y las efusiones se mezclan y fusionan con el relleno hasta formar un todo indisoluble...".

La Casa es un ser autónomo. Sus fines son tantos como formas de usarla. Porque, sí, ese espacio que mágicamente construyen unos ladrillos y un poco de argamasa, es un espacio en comunión con quienes la habitan y le dan un uso. Es como la tecnología, neutra, sumisa a la espera de que alguien le de significado utilizándola. La tecnología no es mala en sí; la casa no es burguesa en sí. Porque a pesar de lo que digan algunas empresarias y algunos amos de casa, la vida cotidiana es política. Y no hace falta pasar hambre o dormir en el suelo para hacer uso de la política que esconde ese espacio mágico que llamamos Casa. La esencia de la revolución, como decía Henri Hefebvre, es cambiar la vida.


Y se lo creen. Todo en la vida de una persona tiene... sentido. Y todo el mundo se pone en guardia, y trata de descifrar los significados. Y las vibraciones. Las vibraciones nunca tienen fin. (…) Todos están atentos al más mínimo incidente para convertirlo inmediatamente en metáfora de la vida. La vida de cada cual se vuelve en todo momento más fabulosa que el más fabuloso de los libros. Es un camelo, maldita sea..., pero místico..., y al cabo de un tiempo empieza a contaminarte, como una picazón, como una roséola.

Es un espasmo de realidad en medio de la noche. La contaminación. Tan pura, esa erupción...


Tom Wolfe [cursiva], Ponche de ácido lisérgico.


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